jueves, 10 de febrero de 2011

Los juicios acusatorios: “un mundo feliz”


Alfonso Zárate
 
Una cosa es irrefutable: hay que hacer algo para remediar el estado ruinoso de la justicia penal en México. La impunidad alcanza niveles intolerables, los procesos son opacos; la corrupción de policías, agentes del Ministerio Público, juzgadores y directivos de los reclusorios, ha convertido a los sistemas de procuración y administración de justicia en una simulación grotesca. 

Para la mayoría de la sociedad, la esfera del derecho penal toca, como ninguna otra, un inframundo que le genera desconfianza, repulsión y miedo. Por eso el valor civil y la responsabilidad ciudadana sucumben ante lo que se sabe: no pocas veces quienes se atreven a denunciar lo que les consta, llegan a ser tratados por policías judiciales y agentes del Ministerio Público, como maleantes. El mundo al revés. 

Esa dura realidad sustentó la reforma constitucional de junio de 2008 que toca las responsabilidades de corporaciones policiales, del Ministerio Público, de jueces y defensores, pero también, los derechos de las víctimas y de los imputados, procedimientos penales y novedosas fórmulas de conciliación y aun los centros penitenciarios y los mecanismos de reinserción social de los sentenciados. 

Los estados de la República y el Distrito Federal disponen de hasta ocho años contados a partir del 18 de junio de 2008, para establecer el modelo acusatorio-oral, un sistema “garantista” que busca, en palabras de Luigi Ferrajoli, minimizar la violencia en la intervención punitiva, tanto en la previsión legal de los delitos como en su comprobación judicial, sometiéndola a estrictos límites impuestos para tutelar los derechos de la persona. 

Nadie podría censurar tales propósitos, pero desgraciadamente es enorme la distancia entre el modelo y la realidad. Un caso emblemático: la decisión de tres jueces de Chihuahua (que desde el 12 de julio de 2006 cuenta con nuevo Código de Procedimientos Penales, que incluye los juicios orales) de absolver al asesino de Rubí Marisol, mostró que las sentencias en este sistema pueden ser tan horrendas como en el sistema que busca dejar atrás. 

La transparencia, valiosa en sí misma, sólo ha servido para exhibir, de la manera más cínica, el desempeño de esos juzgadores que no supieron o no quisieron cumplir con lo que establece el artículo 20 de la Constitución: “El proceso penal tendrá por objeto el esclarecimiento de los hechos, proteger al inocente, procurar que el culpable no quede impune y que los daños causados por el delito se reparen”. 

El nuevo modelo padece una disociación, una especie de esquizofrenia, que confunde el mundo imaginario, un mundo feliz, con el mundo real, porque su instrumentación requiere de una maquinaria de procuración y administración de justicia perfecta o casi. Su fragilidad reside en que basta que uno de los eslabones falle, para que el sistema colapse: la policía ministerial, por ejemplo, en un país en el que no hay investigación policial, sino “pitazos” y delaciones o, peor aún, invenciones de presuntos culpables. 

En la entrega más reciente de Carta de Política Mexicana (“En busca de la justicia perdida”), el maestro Roberto Hernández López apunta la dimensión del reto: Para ser viable, el modelo en curso necesita de una serie de condiciones que no existen y cuya materialización reclamaría, en el mejor de los casos, un enorme esfuerzo sostenido y recursos que hagan posible tener: a) una policía científica: la policía preventiva es el primer punto de contacto con lo que sucede en la delincuencia; b) la policía ministerial; c) el Ministerio Público; d) los peritos; e) los defensores públicos; f) los jueces; e) los administradores de reclusorios. 

Lo que se pretende es imponer, por encima de nuestras prácticas, de nuestra subcultura, un modelo impecable en el pizarrón. El problema es que, la práctica de la justicia penal, como la cirugía, se aprende en el quirófano, no en el pizarrón. 

Es imperativo multiplicar los esfuerzos y los recursos e introducir los ajustes que subsanen errores evidentes (unos cuantos meses de formación no cambiarán la vieja cultura de policías ministeriales); la capacitación de agentes ministeriales, jueces; de los peritos, de los defensores públicos y todo el personal involucrado en el proceso penal, de los abogados privados también... Los derechos de la víctima deben tener un valor preponderante. Y hay que hacerlo ya, antes de que sea demasiado tarde, antes de que se acentúe la impunidad y se acreciente el resentimiento social.

Columna de Alfonso Zárate para diario El Universal

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