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domingo, 2 de octubre de 2011
Inmovilismo
Pascal Beltrán del Río
Los señores feudales del PRI, PAN y PRD quieren hacernos creer que difieren la toma de decisiones importantes en aras de la responsabilidad política.
Imagine que un día, en una elección cualquiera, nadie saliera a votar. Que, a pesar de que todas las casillas se hubiesen instalado en tiempo y forma y ningún funcionario faltara a su cita, no cayera un solo sufragio en las urnas.
El resultado sería una crisis legal, pues ningún código electoral y ninguna constitución del país prevén un escenario así. Ni siquiera cabría anular los comicios.
Los ciudadanos van a votar porque —entre otras razones— tienen la expectativa de que sus ideas y anhelos sean representados por alguien. Quieren que ese representante o funcionario haga que las cosas sucedan.
Sin embargo, el sistema político mexicano está diseñado para que las cosas no sucedan, que se mantengan estáticas.
Si México hubiera alcanzado el Shangri-La, se justificaría un arreglo así. ¿Para qué moverle, si todo es perfecto? Pero México es un barco que viaja sin rumbo en las procelosas aguas de la globalización, con una tripulación inquieta y fastidiada. A ese barco lo guían tres capitanes, quienes, tomados simultáneamente del timón, impiden que el barco deje el punto muerto y tome un curso propio.
Cada seis años, uno de ellos se pone el gorro de capitán, pero no engaña a nadie: los otros dos hombres saben que se trata sólo de una formalidad. Si quien tiene la gorra intenta dar un golpe de timón, los otros dos aplicarán una presión suficiente para que éste no gire. Unas veces se reirán de él por intentar lo físicamente imposible —dos casi siempre pueden más que uno— o se indignarán porque su compañero de viaje ha llegado a creer que la gorra es realmente suya, cuando sólo es prestada.
Hay quienes celebran la inmovilidad que genera el sistema político mexicano. Suponen que el hecho de que nadie pueda imponer un rumbo representa un equilibrio perfecto. El problema es que México no se encuentra solo en el mundo, y que su interrelación con otras naciones genera oportunidades y problemas ante los que el país no actúa.
El mundo ha cambiado dramáticamente en los últimos 15 años. Piense en cómo era la vida entonces. Hace tres lustros, internet estaba en pañales, lo mismo que los teléfonos inteligentes; el euro no había entrado en circulación y la Unión Europea tenía apenas 15 países miembros, y Nintendo seguía dominando el mundo de los videojuegos, con su consola N64, en la que los usuarios podían jugar Super Mario y Donkey Kong.
Un área que muestra cómo ha sido afectado México por su falta de rumbo durante ese lapso es la innovación tecnológica.
De acuerdo con datos de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, el número de patentes concedidas a residentes en todo el mundo creció de 331 mil en 1996 a 424 mil en 2008. En ese mismo periodo, España pasó de 736 patentes a dos mil 32; Corea del Sur, de ocho mil 321 a 61 mil 115, y México… de 116 a 197.
La propiedad intelectual se ha convertido en uno de los pilares del comercio mundial y en eje de las políticas públicas de buen número de países. Sin embargo, en México no ha tenido la menor atención de los gobiernos del PRI y el PAN en los últimos tres lustros.
La inmovilidad ha propiciado un rezago de México en el lugar que ocupa en el mundo. Seguimos teniendo las enormes ventajas que representan nuestra ubicación geográfica, extensión territorial y composición demográfica, pero nuestro desarrollo se mantiene dependiente de las materias primas y de industrias clave como la automotriz. ¿Cuánto nos durará esa inercia?
En lo interno, la inmovilidad ha dado al traste con la reforma de las instituciones y el marco legal. Como ninguna de las tres fuerzas políticas quiere que alguna de las otras dos pudiera sacar una ventaja política de las reformas que urgen al país, las tres han apostado por el statu quo.
Eso ha hecho que México no se actualice institucionalmente y que las políticas públicas sean por lo general reactivas y muy limitadas. También nos ha impedido contar con suficientes recursos fiscales para realizar las obras de infraestructura indispensables para nuestro desarrollo.
Los señores feudales del PRI, PAN y PRD quieren hacernos creer que difieren la toma de decisiones importantes en aras de la responsabilidad política. En realidad, nos quieren engañar, porque lo que hacen es más que diferir: evitan tomar decisiones.
Arrastrar los pies es ya una política deliberada que permite a esos tres partidos —así como a sus paleros y acompañantes—mantener un estado de cosas que en nada beneficia a la mayoría de los mexicanos, castigados por la falta de crecimiento del país. En realidad, los únicos que sacan ventaja son quienes se perpetúan en los cargos públicos, brincando de uno a otro, sin necesidad de que exista la reelección inmediata.
En su engaño, reciben el apoyo de los tontos útiles que tanto sermonean sobre el sacrosanto equilibrio político que genera el voto de los ciudadanos. Olvidan que ese voto se transforma en el veto de los partidos políticos. Nosotros votamos y ellos vetan.
La mejor muestra de ese veto es la ausencia de tres de los nueve consejeros del Instituto Federal Electoral. Hace diez meses que la Cámara de Diputados debió nombrarlos. El problema es que el sistema que se impuso para la renovación de los consejeros permite que dos fuerzas políticas puedan vetar lo que quiere la tercera.
Es decir, los partidos políticos tienen el lujo de hacer lo que sería impensable para los ciudadanos: no votar.
No me cabe duda que habrá tres nuevos consejeros esta semana, porque la clase política no puede darse el lujo de que el proceso electoral federal, que arranca el próximo viernes, comience con un IFE incompleto. Se necesita ese proceso mediante el cual se transferirá la gorra de capitán de un partido a otro —con la posibilidad de que quede en manos del mismo—, porque la prolongación del estado de cosas requiere ese rito.
¿En qué momento el IFE se convirtió de garante del derecho ciudadano de votar en una simple oficialía de partes de la partidocracia? Es una pregunta que debemos hacernos al espejo, porque todos los ciudadanos lo hemos permitido, igual que hemos dado pie, con nuestra inacción, al desesperante inmovilismo de la clase política.
Acabamos de verlo con la malograda reforma política. Una serie de medidas —empujadas por una sociedad civil desorganizada, hay que decirlo— que tenían por objetivo arrebatar algo de la representación política que ha monopolizado la tríada de partidos, acabó en muy poco.
No desdeño lo que se ha logrado, hasta ahora, en comisiones. Las candidaturas independientes, el referéndum, el plebiscito, la iniciativa popular y la consulta ciudadana son instrumentos importantes, pero dudo que tengan la fuerza para modificar el statu quo. La estructura del poder y los mecanismos de toma de decisiones permanecerán (casi) inalterados.
Otra cosa sería si se aprobara la reelección, aunque no sea una panacea. Ésta sí que podría desatar una dinámica de cambio pues trastocaría una de las esencias del sistema: el control de las candidaturas por parte de la cúpula de los partidos políticos.
No en vano ha sido tan duro el debate sobre ese tema entre conservadores y reformistas. Hay demasiado en juego.
Sin embargo, a punto de arrancar el proceso electoral, no hay mucho que hacer de inmediato desde el ámbito legal. La apuesta ciudadana —más allá de las preferencias ideológicas o partidistas de cada quien— debiera ser una agenda de cambio, que inserte mejor a México en el mundo y que abra la representación política actualmente secuestrada por una minoría. Cuando esa agenda, y no los intereses de la clase política, sea la prioridad de la discusión en las Cámaras, podremos aspirar a que este barco, en que viajamos todos, deje de navegar a la deriva.
Una columna de Pascal Beltrán del Río, para Excélsior.
Téxto integro: http://www.excelsior.com.mx/index.php?m=nota&id_nota=771984
Sobre el autor:
Pascal Beltrán del Río Martin (Lansing, Michigan, 11 de abril de 1966) es un periodista mexicano. Ha ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo de México en la categoría de entrevista, en las ediciones 2003 y 2007.
En 1986 ingresó en la entonces Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se licenció en Periodismo y Comunicación Colectiva.
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