domingo, 1 de mayo de 2011

Reforma política: ¿Dónde quedó la grandeza?

Pascal Beltrán del Río

Se genera la impresión de que la clase política es como una de esas personas que, como resultado de una experiencia traumática o un período de ocio prolongado, olvida todos sus conocimientos y capacidades.

Han pasado apenas 15 años desde la reforma política de 1996, la última gran reingeniería del diseño institucional del país.

En la primavera de aquel año, las principales fuerzas políticas llevaron a cabo negociaciones en la Secretaría de Gobernación —en concreto, en la calle de Barcelona— para realizar una serie de modificaciones constitucionales que, una vez aprobadas, tendrían implicaciones profundas y positivas en la democratización de México.

Pese a su cercanía en el tiempo, qué lejos se ven esos hechos.

¿Qué fue de ese impulso que dio para ciudadanizar y otorgar autonomía al Instituto Federal Electoral, así como para crear el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, la Jefatura de Gobierno y la Asamblea Legislativa del Distrito Federal?

¿Dónde está la capacidad de negociación que mostraron los protagonistas de aquella reforma, muchos de los cuales siguen siendo políticos en activo, y la altura de miras para entender que no se puede ganar todo y que hay que ceder cuando se trata de construir una casa en que quepan los mexicanos de cualquier pensamiento?

Cuando uno ve los resultados magros de la reforma política aprobada la semana pasada por el Senado y que ha sido rechazada por el bloque mayoritario de la Cámara de Diputados, se genera la impresión de que la clase política es como una de esas personas que, como resultado de una experiencia traumática o un período de ocio prolongado, olvida todos sus conocimientos y capacidades.

Las grandes reformas no se hacen solas, ni siquiera cuando existen las llamadas condiciones objetivas para su concepción. Necesitan conductores, gente capaz de llegar a acuerdos con los adversarios y de convencer a los radicales en caso de que lo que se propone es bueno para todos.
 
Aquella reforma, que se gestó entre abril y mayo de 1996, y vio la luz el 25 de julio siguiente durante un famoso encuentro en Palacio Nacional, habría sido imposible sin el talento, el liderazgo y la dedicación del presidente Ernesto Zedillo, el subsecretario de Gobernación Arturo Núñez, el perredista Porfirio Muñoz Ledo, los priistas María de los Ángeles Moreno y Santiago Oñate y los panistas Carlos Castillo Peraza (qepd) y Felipe Calderón. Con el esfuerzo de ellos, y sin duda de muchos más, se dio forma al vehículo del cambio que después condujo hábilmente José Woldenberg, como primer presidente del nuevo Consejo General del IFE.

Lo ha relatado el propio Woldenberg: quienes se acercaron a él para ofrecerle el cargo fueron Ricardo García Cervantes y José Antonio García Villa, panistas para quienes la añeja militancia de izquierda del aún consejero ciudadano del IFE no fue un obstáculo para que él se convertiera en la cabeza del renovado Instituto.

Usted, estimado lector, sin duda reconocerá varios si no es que todos los nombres arriba mencionados. Como dije antes, la mayoría de esas personas sigue activa en la política, pero ¿qué ha sido de la generosidad y visión de estadista que demostraron en aquel tiempo? Hoy se han atrincherado en sus posiciones y se han vuelto tan radicales como los radicales a los que tuvieron que contener hace 15 años, al punto de ser difícil reconocerlos como autores de esa reforma.

Después de 1996, lo que ha privado en el ambiente político ha sido el cálculo convenenciero de lo que beneficia a la propia facción, no al país en su conjunto. Y si no, vea lo que ha sido del IFE, que ha pasado de ser un guardián del derecho de la ciudadanía de elegir libremente a sus autoridades y representantes, a otro campo de batalla de los partidos. 
 
 ¿Cuánto queda del prestigio de aquel IFE de 1996-2003? En el mejor de los casos, todavía es un instrumento técnicamente capaz de instalar urnas y contar votos, pero ha dejado de ser completamente un árbitro eficaz cuyas decisiones no caen bajo la sombra de la sospecha.

Partidizado al extremo —nadie duda que si los diputados eligen a los consejeros, éstos tengan algún tipo de identidad partidista, pero hay grados—, el IFE ya no provoca respeto en nadie.

En 2007 los partidos decidieron remover al Consejo, cuando apenas llevaba cuatro años de constituido, y desde octubre del año pasado, el IFE es como un coche al que falta una llanta, pues está trabajando sin la tercera parte de sus integrantes, en violación de varios preceptos legales.

El período de sesiones del Congreso terminó ayer sin que los diputados pudieran ponerse de acuerdo en el nombramiento de tres consejeros, pues el PRI quiere poner a dos de ellos (uno de ellos para su aliado el Partido Verde), y el PAN y el PRD insisten en que cada uno de los tres partidos grandes proponga a uno.

Sin un acuerdo, será imposible avanzar, pues se requiere una mayoría calificada de dos tercios de la Cámara de Diputados para nombrar a los consejeros, de acuerdo con el artículo 41 de la Constitución.

Desde un punto de vista estrictamente partidocrático la razón asiste al PRI, pues sólo uno de los consejeros que salieron en octubre, por la reforma de 2007, tenía afinidad con el PAN, mientras que los otros dos respondían a los intereses del PRI y el PVEM. Aun así, el nombramiento de los consejeros está parado desde hace más de seis meses —incluso se echó para atrás una consulta pública en la que se revisó el currículum de más de cien aspirantes a ocupar esos cargos— porque el PAN y el PRD mantienen su exigencia de que se repartan de otro modo.

El PRI ya le hizo saber al Presidente de la República que en caso de que no se acepte que dos de los tres consejeros sean propuestos por priistas y verdes, hará pública su descalficación de todo el Consejo General y promoverá que se busquen nueve consejeros nuevos, “con perfiles ciudadanos, que no respondan a intereses partidistas, con todo lo difícil que eso pueda ser”, según me dijo una fuente del tricolor.

Lo grave es que estamos a menos de un semestre de que comience el proceso electoral federal de 2012 y el IFE vuelve a sufrir el manoseo de los principales participantes, lo que anticipa una campaña polémica y polarizada.

Si, de por sí, la confrontación verbal entre los partidos y la falta de acuerdos sobre las reformas hablaba de una voluntad de la partes de conquistar la Presidencia el año entrante a como dé lugar, la ausencia de un árbitro respetado es un signo ominoso.

Qué diferencia con lo ocurrido hace 15 años, cuando la voluntad de consenso y la altura de miras aguantó incluso que el PRD y el PAN se levantaran de la mesa de negociaciones (el primero por los resultados de una elección en Tabasco, y el segundo por los de otra otra, en Huejotzingo, Puebla).

Tres lustros después los partidos no pueden acordar una reforma política mínima, como la que aprobó el Senado. Y no es que sea mala, tiene elementos importantes, como las candidaturas ciudadanas y la reelección de legisladores, que existen en muchos otros países, aunque se trata de una reforma que deja mucho qué desear frente a las necesidades de un electorado que ya ve con cinismo al sistema de partidos.

Rebasada su generosidad por su ambición, la clase política mexicana ha llegado al límite de su competencia. Nada nuevo ni nada mejor pueden esperar de ella los ciudadanos. Sin embargo éstos tendrían que exigir que, cuando menos, se apruebe la reforma que está en la mesa, pues no pueden darse el lujo de abandonarse a la desesperanza.

Como bien afirmaba el gran Ernesto Sábato, fallecido apenas este sábado, “el mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria, pero hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y esa es nunca resignarse”.
 
Columna de Pascal Beltrán del Río, para Excélsior


Sobre el autor:

Pascal Beltrán del Río Martin (Lansing, Michigan, 11 de abril de 1966) es un periodista mexicano. Ha ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo de México en la categoría de entrevista, en las ediciones 2003 y 2007.

En 1986 ingresó en la entonces Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se licenció en Periodismo y Comunicación Colectiva.

De 1988 a 2003 trabajó en la revista Proceso; durante este tiempo publicó el libro Michoacán, ni un paso atrás (1993) y fue corresponsal en la ciudad de Washington, D.C. (1994-99), además de Subdirector de Información (2001-2003).